Diego Guerrero
¿Es que acaso ya no quedan internacionalistas en España? Parece que no. Los internacionalistas hablaban de que los trabajadores no tienen patria, o de que su patria eran sus intereses de clase.
Sorprende que nunca se haya hecho uso de él para analizar un fenómeno tan actual y relevante como el del nacionalismo moderno en España.
Sorprende que nunca se haya hecho uso de él para analizar un fenómeno tan actual y relevante como el del nacionalismo moderno en España.
Publicado en El Revolucionario, 3 de mayo de 2008
 Nadie
 debería desdeñar la posibilidad de que en el futuro las tornas cambien y
 esa clase obrera que difícilmente desaparezca empiece a pensar de otra 
manera, quizás tras arrepentirse muy mucho, por la malacuenta que le 
trajo, de haber pensado de forma tan contraria a su internacionalismo 
histórico original, y haber creído durante tanto tiempo lo que a sus 
enemigos de clase tanto les convino que creyeran.
Desde luego ya no está de moda el «análisis de clase» de los fenómenos sociales, pero sorprende que nunca se haya hecho uso de él, que yo recuerde, para analizar un fenómeno tan actual y relevante como el del nacionalismo moderno en España.
Muchos pensarán que un análisis 
        de este tipo ya no tiene lugar porque pertenece a un pasado intelectual 
        que ha sido desechado por la historia, pero podría ser que este 
        punto de vista ganara relevancia en un futuro no lejano. ¿Acaso 
        piensa alguien en serio que la caída del Muro de Berlín, 
        de la que tanto se usa y abusa en los últimos tiempos, ha supuesto 
        ya el fin definitivo del pensamiento comunista y socialista de tipo transformador, 
        es decir el que aspira a contribuir a la superación del capitalismo?
Nadie duda de que los partidos socialistas y comunistas, 
        se entiendan o no como puras reminiscencias históricas, se han 
        adaptado a una convivencia complaciente con el sistema capitalista actual. 
        Nadie duda de que son ellos en muchos casos los primeros que han renunciado 
        al análisis de clase, como tampoco se puede dudar de que el lector 
        de cualquier periódico serio de nuestro país pueda sorprenderse 
        con el uso de una supuesta «antigualla intelectual» como la 
        que aquí se propone. Pero quizás no se trate de una herramienta 
        tan anticuada como parece, al menos para entender algunas de las claves 
        ocultas en el debate actual español sobre cuestiones, llamémoslas, 
        nacionales.
Los antiguos internacionalistas históricos 
        (socialdemócratas, anarquistas, comunistas) tenían claro 
        que los contenidos eran más importantes que las formas. Por eso, 
        siguiendo a Marx o a Bakunin, consideraban que en el fondo daba poco más 
        o menos lo mismo (aunque no desconocían otras diferencias menores) 
        tener una monarquía como sistema de gobierno que una república. 
        O que el Estado que, junto al capital, contribuía a oprimirlos 
        llevara a cabo una política económica y social más 
        o menos avanzada, siempre que estuvieran dentro de los límites, 
        para ellos insuperables, que restringían su capacidad de maniobra 
        dentro del sistema. Ellos hablaban de que la forma de gobierno no afectaba 
        al contenido esencial de las relaciones económicasy sociales, porque, 
        mientras éstas siguieran siendo capitalistas, no satisfarían 
        nunca sus aspiraciones últimas de transformación social. 
        Y cosas de este tipo, lo mismo pueden leerse en los escritos de Pablo 
        Iglesias que en los de Federica Montseny o Andrés Nin.
Y cabe preguntarse: ¿Es que acaso ya no 
        quedan internacionalistas en España? Parece que no. Los internacionalistas 
        hablaban de que los trabajadores no tienen patria, o de que su patria 
        eran sus intereses de clase, irremediablemente opuestos a los intereses 
        de la patria «enemiga», que era la patria del capital. Hoy 
        en día, los políticos que en último término 
        son los herederos lejanos de esa tradición internacionalista han 
        renunciado por completo a ese punto de vista, y al parecer reclaman la 
        misma concepción nacionalista o comprensiva con el nacionalismo 
        que siempre ha tenido la tradición política que se alimentaba 
        del nutriente social proporcionado por las clases medias y altas.
Y es que la concepción «burguesa» 
        y «pequeñoburguesa» (como se decía antes) de 
        los problemas políticos, concepción que tanto interés 
        tenían los políticos de izquierda de entonces en combatir, 
        por representar al sector obrero de la población, parece no preocuparles 
        ya en absoluto. Algún analista a la vieja usanza podría 
        interpretar que lo que ha ocurrido para que este cambio haya tenido lugar 
        no es más, en último término, que la derrota ideológica 
        de esas capas sociales y políticas frente a la ideología 
        nacionalista, ideología que en un principio los internacionalistas 
        combatían con todas sus fuerzas, pero que ahora parecen haber asumido 
        con todas sus consecuencias.
Pongamos algunos ejemplos de cuál era el 
        tipo de análisis que hacían otrora los antinacionalistas, 
        y cómo se ha transformado ahora en algo muy parecido a su opuesto. 
        Al analizar la suerte económica relativa experimentada por regiones 
        como el País Vasco, o Cataluña, o Madrid, en el periodo 
        transcurrido en los siglos XIX y XX, la izquierda social habría 
        reclamado un análisis centrado, por ejemplo, en la contraposición 
        entre la suerte «disfrutada» por los patronos y la suerte 
        «sufrida» por los trabajadores. Estos analistas, hoy tan pocos 
        y aislados, añadirían que esa forma de ver las cosas es 
        «materialista», perspectiva que considerarían muy superior 
        al enfoque opuesto, que bautizarían como «idealista».
Considerarían que a unas regiones que representaban 
        un porcentaje modesto de la riqueza y la producción nacionales 
        en 1800, habiendo pasado a acaparar una fracción muy superior en 
        la actualidad, difícilmente podría corresponderle la consideración 
        de haber sido maltratadas por la historia capitalista de nuestro país 
        y por su representante político principal: el Estado central. Afirmarían 
        con buenos argumentos hasta qué punto los representantes políticos 
        de ese Estado central, miembros tan activos de su aparato institucional, 
        procedían de aquellas regiones, que a menudo tanto se han quejado 
        de marginalidad política cuando sólo pretendían reclamar 
        privilegios materiales. Y añadirían que no podría 
        ser de otra manera, teniendo en cuenta la preeminencia de los representantes 
        económicos de esos territorios en el seno de la patronal y de la 
        clase burguesa de nuestro país. Si se les respondiera que son estos 
        sectores los que tradicionalmente más se han quejado públicamente 
        de su situación, replicarían que no siempre quien más 
        protesta es quien más razón tiene para ello, sino quien 
        más medios tiene a su alcance para difundir sus planteamientos.
Posiblemente, si quedara algún intérprete 
        contemporáneo adepto al discurso internacionalista, diría 
        que lo que ha ocurrido en España es que la ideología que 
        hoy domina entre los nacionalistas del sector obrero y trabajador de nuestro 
        tejido social no es en realidad la que le corresponde, sino la que antes 
        se llamaba «ideología dominante», aquella que tiene 
        su origen económico y social en los intereses del «enemigo 
        de clase», la burguesía, pero que, por haber vencido a la 
        ideología opuesta, ha pasado a predominar en el análisis 
        de los teóricos representantes de la ideología «dominada».
Un ejemplo de que esto es así dirían 
        es cómo y hasta qué punto el discurso público y mediático 
        contemporáneo ha logrado hacer pasar por «nacionalistas españoles» 
        a todos los críticos españoles del nacionalismo, por muy 
        internacionalistas que éstos sean. Siendo España uno de 
        los países menos nacionalistas de todo el mundo occidental, y uno 
        de los más de izquierdas, han conseguido presentar a quienes no 
        comparten el ansia descubridora de nuevas naciones como aliados del franquismo 
        o de la derecha más reaccionaria y ultramontana. Por eso, cualquiera 
        que se declare opuesto al nacionalismo periférico español 
        de nuestros días es tachado inmediatamente de «nacionalista 
        español», cuando no de submarino del PP.
Otro ejemplo de lo anterior podría ser 
        la ideología que encierra el ya famoso eslogan de la «España 
        plural». España es de hecho uno de los países más 
        plurales del mundo y también una de las naciones con registros 
        más altos de pasado relativamente revolucionario. Es una sociedad 
        tanto más plural cuanto que esta nación incluye a un gran 
        número de ciudadanos (mucho mayor que en otros países) que 
        creen pertenecer a una nación distinta, y pueden defender ese punto 
        de vista con plena libertad (y hasta con alguna ventaja). Ahora bien, 
        que haya pluralidad política, o pluralidad de tantas otras cosas: 
        lenguas, culturas, tradiciones, sensibilidades, etc., nada supone sobre 
        la existencia o no de una nación. Por eso los internacionalistas 
        reclamarían toda la pluralidad del mundo, sin dar derecho a ninguno 
        de los plurales a usar un sombrero que a otros estaría vedado.
La nación no es una ideología ni 
        una meta política. Es un hecho. Y España es una nación 
        porque así lo ha definido la historia, nos guste o no, y así 
        lo reconoce todo el mundo fuera de nuestras fronteras. Y esto no presupone 
        ninguna valoración, positiva o negativa, sobre el carácter 
        y comportamiento del Estado español o sobre la infraestructura 
        social que lo sostiene. El que algunos españoles «se sientan» 
        parte de otra nación es una ideología más que cualquiera 
        puede defender, como cualquier otra. Pero la ideología no da derecho 
        a tener privilegios, razón por la cual un anticuado internacionalista, 
        opuesto por tradición a cualquier clase de privilegios, sin duda 
        se declararía contrario a su concesión.
Cuando los supuestos defensores del pluralismo 
        identifican pluralismo político con pluralidad de naciones sencillamente 
        están expresando, con o sin artimaña, un puro deseo. Un 
        deseo que pueden expresar libremente, por supuesto, así como también 
        la patronal es libre de expresar permanentemente su deseo de que los salarios 
        bajen más o suban menos de lo que lo hacen. Pero además 
        de un deseo, están expresando una forma específica de lo 
        que no es sino una de las ambiciones políticas más antiguas 
        que anhela el poder económico capitalista: la división del 
        enemigo en provecho propio. Al parecer, la estrategia del divide et impera, 
        en este terreno de la discusión «nacional», ha llegado 
        en España más lejos que en ningún otro sitio.
La pluralidad de lenguas no hace naciones: véase 
        el caso suizo o el belga. La diversidad cultural, tampoco: ahí 
        está esa misma pluralidad regional en casi todos los países 
        del mundo. La pluralidad histórica, mucho menos aun. ¿Pretenden 
        quienes afirman lo contrario que hay que volver al fraccionamiento estatal 
        de la edad media europea? Si Cataluña o el País Vasco fueran 
        naciones, con mayor razón lo serían Baviera, Sajonia, Sicilia, 
        Borgoña, Tirol, Galitzia…; en realidad, docena y media de 
        lander alemanes, docenas de regiones y regioncitas francesas, italianas, 
        polacas…, procedentes de la histórica multitud de condados, 
        ducados, principados y reinos formados por conquista, amalgamas dinásticas 
        o matrimonios de conveniencia. O, ¿por qué no? ¿No 
        cabría dividir en 50 los Estados que forman hoy la nación 
        más poderosa de la tierra?
Cuando, por ejemplo, la ideología pequeñoburguesa 
        (primero en Cataluña, después en toda la España progresista) 
        critica a Felipe V por haber aplastado las «antiguas libertades 
        históricas catalanas», nuestro internacionalista diría 
        que no está haciendo otra cosa que reclamar las libertades medievales 
        a las que puso fin la marcha moderna hacia el progreso centralizador y 
        expansivo que se estaba dando en toda Europa. Y de paso añadiría 
        que esa misma ideología reproduce los argumentos que siempre dieron 
        los reaccionarios antirrepublicanos franceses y europeos para defender 
        el Antiguo Régimen que tan bien servía a sus intereses.
Aquí se ha dado, diría, una confluencia 
        curiosa, pero explicable, entre intereses en principio incompatibles. 
        Los sectores capitalistas que en estas regiones se suman al empuje nacionalista 
        actual lo hacen porque saben que más les vale tener enfrente a 
        una población trabajadora dividida que a una clase obrera unida 
        en torno a la defensa de sus intereses como trabajadores. Mientras que 
        los sectores de la izquierda política reconvertidos en nacionalistas, 
        lo hacen porque, habiéndose transformado todos los partidos en 
        aparatos cuasiempresariales operantes principalmente en el submercado 
        electoral, han aprendido que entre el público votante «vende» 
        más esa ideología que no la contraria, en parte porque, 
        como ya afirmara Gellner, probablemente permita un reparto de cargos y 
        prebendas en la nueva y reforzada Administración resultante más 
        al gusto de ese creciente público que por esa vía camina 
        hacia la fidelidad más absoluta.
Se argumenta y se argumentará, por ejemplo, 
        para defender la posición opuesta a este internacionalismo «trasnochado» 
        del que estamos hablando, que más del 80% del parlamento catalán 
        ha votado, y por tanto cree, que Cataluña es una nación. 
        Se olvida que un porcentaje similar había votado en el parlamento 
        francés a favor de la nueva Constitución europea, y sin 
        embargo la ciudadanía le dio la espalda. Como señalaba hace 
        poco Fernando Savater, si hubiera habido elecciones en España meses 
        después de la muerte de Franco, sería Arias Navarro quien 
        las habría ganado. Por la misma razón, cabe esperar que 
        la ideología nacionalista catalana, vasca, etc., que tanto terreno 
        ha ganado en importantes sectores populares bien representados en el gobierno 
        español actual, siga siendo, mal que le pese a nuestro internacionalista, 
        claramente mayoritaria entre la clase política de nuestra nación, 
        además de para un porcentaje muy importante de ciudadanos que observan 
        la política desde el punto de vista que le transmiten los políticos.
Esto es ciertamente así. Pero nadie debería 
        desdeñar la posibilidad de que en el futuro las tornas cambien 
        y esa clase obrera que difícilmente desaparezca empiece a pensar 
        de otra manera, quizás tras arrepentirse muy mucho, por la mala 
        cuenta que le trajo, de haber pensado de forma tan contraria a su internacionalismo 
        histórico original, y haber creído durante tanto tiempo 
        lo que a sus enemigos de clase tanto les convino que creyeran.


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