Entrevista con Félix Ovejero,
por Miguel Riera, 'El Viejo Top nº 198' (2.004)
-En un artículo publicado el El País
hace unas semanas señalabas la incompatibilidad entre ser de izquierdas
y ser nacionalista. Sin embargo, es un hecho evidente que hay personas
que son de izquierdas y que también son nacionalistas.
-También hay gente que se dice de izquierdas
y cree que está bien pegarle a su pareja. Que dos tesis sean incompatibles
no quiere decir que no existan personas que sostengan las dos tesis incompatibles.
También hay quien cree que el Sol da vueltas en torno a la Tierra,
pero no por ello su creencia es correcta. Lo que trataba de decir es muy
sencillo. Se resume en dos ideas.
1. La primera: la izquierda sólo puede defender ideas nacionalistas instrumentalmente, porque cree que el nacionalismo sirve a otros propósitos emancipadores más básicos. Y sucede que el nacionalismo, por definición, no puede ser instrumental, no busca razones ulteriores, porque entonces deja de ser nacionalismo. Para el nacionalismo los intereses de los míos, simplemente porque son los míos, tienen prioridad sobre cualquier otra consideración, vencen cualquier principio de justicia.
2. Y la segunda es que todas las razones instrumentales a las que se puede apelar, todos los valores que identifican a la izquierda (la igualdad, el control democrático, la libertad para elegir la propia vida), cuando se miran de cerca, tienen implicaciones antinacionalistas. En fin, la cosa es vieja: ¿qué tienen en común el tipo que vive en Pedralbes y el que vive en Cornellá? El azar de que dos personas formen parte de la misma nación no es una razón para que deban establecer vínculos morales o de interés especiales. Razón atendible quiero decir. Razones psicológicas hay muchas, incluso en situaciones de escasa identidad compartida. Al cabo, cuando en un grupo separas a los individuos por el número del DNI, los pares descubren afinidades, identidades, entre sí y diferencias con los impares. Y sienten que sus causas son las suyas.
1. La primera: la izquierda sólo puede defender ideas nacionalistas instrumentalmente, porque cree que el nacionalismo sirve a otros propósitos emancipadores más básicos. Y sucede que el nacionalismo, por definición, no puede ser instrumental, no busca razones ulteriores, porque entonces deja de ser nacionalismo. Para el nacionalismo los intereses de los míos, simplemente porque son los míos, tienen prioridad sobre cualquier otra consideración, vencen cualquier principio de justicia.
2. Y la segunda es que todas las razones instrumentales a las que se puede apelar, todos los valores que identifican a la izquierda (la igualdad, el control democrático, la libertad para elegir la propia vida), cuando se miran de cerca, tienen implicaciones antinacionalistas. En fin, la cosa es vieja: ¿qué tienen en común el tipo que vive en Pedralbes y el que vive en Cornellá? El azar de que dos personas formen parte de la misma nación no es una razón para que deban establecer vínculos morales o de interés especiales. Razón atendible quiero decir. Razones psicológicas hay muchas, incluso en situaciones de escasa identidad compartida. Al cabo, cuando en un grupo separas a los individuos por el número del DNI, los pares descubren afinidades, identidades, entre sí y diferencias con los impares. Y sienten que sus causas son las suyas.
-¿Por qué dices que cuando se
miran de cerca valores como el control democrático o la igualdad
se ve que contienen implicaciones antinacionalistas?
-Los Estados democráticos se conforman
como unidades de justicia y de decisión política. Los ciudadanos
mantienen derechos y obligaciones que los comprometen mutuamente y participan
en las decisiones políticas. Los derechos son universales, los
mismos para todos y se tienen en tanto que ciudadanos. No, como sucedía
en el feudalismo, por pertenecer a cierto grupo o vivir en cierto territorio.
Cuando hoy escuchamos a la izquierda recuperar ese léxico de los pueblos de España, como si fueran entidades naturales, sujetos de valoración moral, uno no puede por menos de pensar que se está volviendo al antiguo régimen, cuando los distintos territorios tenían privilegios, fueros en virtud de sus particulares acuerdos pactados con los reyes.
Basta con pensar en el trasfondo de la singular polémica que se desarrolla en Cataluña acerca de las balanzas fiscales. La discusión, por supuesto, tiene detalles técnicos que no es cosa de comentar ahora -aunque hay presentaciones razonablemente accesibles en Revista de libros y, algo más complicada, en Papeles de economía-, pero lo que me interesa destacar es la concepción general, el trasfondo. La propuesta de pagar por ingresos y recibir por necesidades es defendible para los individuos. Es un principio general de justicia que tiene validez general, viva cada uno donde viva. Pero Cataluña como tal no paga o recibe servicios. Es natural que un barrio acomodado tenga un saldo negativo, pero no porque "se explote al barrio", sino porque los que viven por allí son ricos. El barrio no paga impuestos ni es explotado. Cuando se acepta ese léxico interclasista se está escamoteando que los catalanes no son una familia y, como siempre ha sucedido con la retórica nacionalista, por debajo de los intereses de la patria se encubren los conflictos de clase, las desigualdades. Lo que a alguien de izquierda le ha de preocupar no es que el catalán promedio pague más. Porque el catalán en promedio no existe, no paga impuestos. Hay uno que gana 999 y otro que gana 1, pero no hay un catalán promedio que gane 500. Si en un lugar se concentran muchos que ingresan 900, los pobres que vivan por allí no estarán por ello más explotados impositivamente. Al que recibe uno lo que le debe preocupar es que el que gana 900 pague lo que tiene que pagar y que él reciba lo que le corresponda y si es de izquierdas también le debiera preocupar que en Extremadura pase lo mismo. La cosa es más grave respecto a la democracia.
Cuando hoy escuchamos a la izquierda recuperar ese léxico de los pueblos de España, como si fueran entidades naturales, sujetos de valoración moral, uno no puede por menos de pensar que se está volviendo al antiguo régimen, cuando los distintos territorios tenían privilegios, fueros en virtud de sus particulares acuerdos pactados con los reyes.
Basta con pensar en el trasfondo de la singular polémica que se desarrolla en Cataluña acerca de las balanzas fiscales. La discusión, por supuesto, tiene detalles técnicos que no es cosa de comentar ahora -aunque hay presentaciones razonablemente accesibles en Revista de libros y, algo más complicada, en Papeles de economía-, pero lo que me interesa destacar es la concepción general, el trasfondo. La propuesta de pagar por ingresos y recibir por necesidades es defendible para los individuos. Es un principio general de justicia que tiene validez general, viva cada uno donde viva. Pero Cataluña como tal no paga o recibe servicios. Es natural que un barrio acomodado tenga un saldo negativo, pero no porque "se explote al barrio", sino porque los que viven por allí son ricos. El barrio no paga impuestos ni es explotado. Cuando se acepta ese léxico interclasista se está escamoteando que los catalanes no son una familia y, como siempre ha sucedido con la retórica nacionalista, por debajo de los intereses de la patria se encubren los conflictos de clase, las desigualdades. Lo que a alguien de izquierda le ha de preocupar no es que el catalán promedio pague más. Porque el catalán en promedio no existe, no paga impuestos. Hay uno que gana 999 y otro que gana 1, pero no hay un catalán promedio que gane 500. Si en un lugar se concentran muchos que ingresan 900, los pobres que vivan por allí no estarán por ello más explotados impositivamente. Al que recibe uno lo que le debe preocupar es que el que gana 900 pague lo que tiene que pagar y que él reciba lo que le corresponda y si es de izquierdas también le debiera preocupar que en Extremadura pase lo mismo. La cosa es más grave respecto a la democracia.
Cuando se sustituyen los ciudadanos libres e iguales por los pueblos y
se añade la perpetua amenaza de que, si no nos gustan las decisiones,
nos vamos, se pervierte el ideal democrático. La democracia presume
que las decisiones adoptadas por todos, nos comprometen a todos. Si los
ricos pudieran decir "si no nos gusta lo que se decide, nos vamos
con lo nuestro y formamos otra comunidad política", habríamos
sustituido la democracia y la deliberación por la amenaza y la
negociación, ya no se impondrían las mejores razones y los
criterios de justicia, sino la fuerza.
Los representantes políticos se convierten en embajadores, esto
es, deja de funcionar deliberación democrática, sustituida
por el trapicheo de votos a para obtener beneficios para los "míos".
En democracia, si las condiciones de democracia se respetan, si todos
pueden expresar sus puntos de vista, y sus derechos se garantizan, no
cabe discutir la propia comunidad democrática. La democracia requiere
que nadie pueda amenazar con escapar a las decisiones democráticas
si no le complacen.
-Presumo entonces que en tu opinión
expresiones como "España es una nación de naciones"
o la idea de plurinacionalidad debieran carecer de sentido desde una perspectiva
de izquierda...
-La única nación defendible normativamente,
desde una sensibilidad emancipatoria, es la de los ciudadanos libres e
iguales, la que arranca de las revoluciones democráticas. Es la
que funciona como un ideal, la que nos sirve, por ejemplo, para criticar
las democracias "realmente existentes" cuando pervierten la
igualdad de poder entre los ciudadanos, por ejemplo, a través de
unas formas de propiedad que aseguran amplios poderes discrecionales sobre
aspectos importantes de la vida colectiva. Esa nación, francesa,
republicana, permite realizar un ideal de justicia, aunque sea limitado
territorialmente. Por supuesto que en ella conviven individuos con distintas
biografías, con distintas características, algunas de las
cuales pueden dar pie a algo parecido a pautas de comportamientos compartidos
y relevantes desde el punto de vista de formas de vida comunes. Y no hay
que pensar en que las más fundamentales sean las "nacionales".
Podemos pensar, por ejemplo, en mujeres, campesinos, jóvenes, grupos
religiosos, hasta en quienes conviven en las mismas circunstancias climáticas
y ecológicas, que, desde luego, condicionan los modos de vida y
las culturas más que cualquier otra cosa. Pero lo que no tiene
sentido es volver a la idea de reunión de pueblos, como si fueran
unidades homogéneas, impermeables a la historia, a la biografía
de las personas. Y esa es la idea de los nacionalistas: una esencia, un
momento histórico, que es el que se privilegia, y lo demás
es contaminación, invasión, pero no lo genuino, no lo verdaderamente
"propio", identidad verdadera. No importa si después,
durante un siglo, se producen mil acontecimientos. No importa si el 65%
de los catalanes actuales tenemos nuestras raíces fuera de Cataluña.
Todo eso será simple injerto, corrupción de la pureza originaria.
No hay mejor ejemplo de eso que la absurda idea de "lengua"
propia, de una lengua que es la de un territorio, sin que importe lo que
hablan las personas de por allí. No hay la lengua propia de "Cataluña",
hay la lengua de los catalanes, que, por cierto, tienen como lengua mayoritaria
y como lengua común el castellano. El hecho de que desde finales
del siglo XV se imprimieran en Cataluña tantos o más libros
en castellano que en catalán se podrá atribuir a que el
castellano era lengua de cultura, pero el uso de las gentes en su prácticas
de cada día, cuando compra, ama o se comunica, nada tiene que ver
con imposiciones o reputaciones.
-
-¿Cómo definir entonces la nación?
No conozco una definición satisfactoria
de nación. Eso podría ser un problema de principio. Nos
sucede con muchos términos. Nos pasa con "belleza" y,
también, en teoría política, por ejemplo, al referirnos
a tradiciones de pensamiento. Sin embargo, el problema no es ese. En principio,
no hay por qué pensar que "nación" cae del lado
de "liberalismo" o "belleza" y no del de "clase
social" o "átomo", conceptos perfectamente específicables.
El problema es de algo más que palabras, apunta a problemas políticos
reales. Cuando miramos las definiciones vemos que la mayor parte de ellas
al final derivan en identidades esencialistas, en purezas raciales o culturales,
en una lista de características que definen al ciudadano fetén,
o bien en tautologías más o menos veladas, como sucede con
la idea de "nación es un conjunto de individuos que creen
que son una nación", en donde se introduce la palabra a definir
en la misma definición. En realidad "nación" no
es un término analítico, sino de uso político. Tienen
razón los estudiosos sobre estos asuntos, la mayor parte de ellos
de izquierda, que nos han recordado que el nacionalismo inventa la nación,
que se inventa una tradición, por lo general un momento en la historia
de la comunidad, un momento que se recrea, que se falsea, y al que se
le otorga una singular capacidad para caracterizar lo que es la genuina
identidad nacional, con independencia de la evolución de las sociedades.
Desde ahí, desde una identidad metafísica, se pretende sostener
la existencia de un pueblo que porque tiene identidad se constituye en
una unidad de soberanía. Al final, el único asidero firme
que queda es la nación como una comunidad cultural homogénea.
Para alguien de izquierdas, las instituciones políticas no tienen
que mantener otra identidad cultural que los principios cívicos
que aseguren la capacidad de cada cual de elegir sus propias vidas, lo
que incluye, si existe una comunidad significativa de hablantes, la posibilidad
de educarte y de expresarte en la lengua que desees, la del país,
es decir, la de sus ciudadanos, pero no, obviamente, que tengas asegurados
interlocutores.
La paradoja de los nacionalismos hispánicos es que si quieren ser
mínimamente democráticos, cívicos, sólo pueden
persistir a costa de no realizar sus objetivos políticos soberanistas.
Porque al día siguiente de la hipotética independencia del
País Vasco o de Cataluña alguien se podría preguntar
cuál debe ser la lengua oficial. El único modo de seguir
con el proyecto de preservar la identidad sería imponérsela
por la fuerza a los propios ciudadanos, lo cual, además de paradójico
(identidad, por definición, tengo siempre), es cualquier cosa menos
liberal, en el sentido más elemental de la palabra liberal. De
modo que la conclusión se impone: si siguen apostando por el proyecto
soberanista es que abandonan cualquier horizonte cívico, cualquier
idea no étnica de ciudadanía, lo cual, claro, implica la
condena del mestizaje y la inmigración. Eso, claro es, siempre
bajo el supuesto de la honradez, de que ese estar instalados en la contradicción,
buscando una meta que se sabe imposible conceptualmente, no sea un modo
de seguir obteniendo rentas políticas o mercados políticos
protegidos.
-Sin embargo, las élites políticas
y mediáticas del ámbito de la izquierda no parecen albergar
la menor duda de que Cataluña, Euskadi y Galicia son naciones,
y se remiten constantemente a los pueblos catalán, vasco, gallego.
Durante todo el verano Maragall ha estado insistiendo para que la Constitución
reconozca formalmente la existencia de esas naciones...
-Eso forma parte de esa mitología recreada,
que no resiste el trato con la realidad. El único modo de hacerla
inteligible es apelando a la clásica tesis romántica que
relaciona lengua con concepción del mundo, de ahí salta
a la identidad, y de ahí a la soberanía. Ninguno de los
pasos se aguanta. A eso se añade el mito no menos romántico
de un momento glorioso roto por un invasor que debe ser expulsado, la
España centralista. Como si cierto día, hace tres siglos,
alguien hubiese decidido imponer su identidad. ¿Qué imposición
cultural se puede hacer sin medios de comunicación y sin sistema
de enseñanza, cuando hasta entrado el siglo XX la mayor parte de
la población es analfabeta? Las cosas son más sencillas,
pura demografía y flujos económicos que llevan a utilizar
las lenguas de mayor uso. En el siglo XV, Castilla, que incluía
por cierto Galicia, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, tenía
4,5 millones de habitantes y la Corona de Aragón 850.000. En esas
condiciones no resulta extraño que el castellano se extendiera
y se mantuviera como lengua común y que prácticamente desde
el siglo XVI el 80% de los peninsulares la utilizaran. Algo absolutamente
excepcional en Europa, por cierto. En Francia, en tiempos de la revolución
sólo uno de cada tres franceses hablaba francés; en Italia,
en 1830, el italiano sólo lo hablaban el 3 %. En dos generaciones,
en esos países la situación se había modificado radicalmente.
Pasó lo mismo, y por las mismas razones, con las monedas nacionales
y los sistemas de pesos y medidas. En todos esos casos fueron movimientos
revolucionarios los responsables de los cambios. Y en España, hasta
el franquismo, sucedía lo mismo. El Carlismo encarnaba los restos
del feudalismo, del servilismo, nada de libertades ni de ciudadanía,
al revés, atadura al terruño y barreras que impidan el oreo,
entre ellas, muy conscientemente, las lingüísticas. Sobre
esa herencia se encabalgan los nacionalismos. Lo que sucede es que los
liberales y la izquierda tuvieron poco éxito.
Todo esto resulta tedioso recordarlo porque al fin y al cabo la historia
no justifica nada. A lo sumo nos ayuda a entender por qué las cosas
son como son, pero nada nos dice acerca de cómo deben ser. Pero
es que es ese el terreno del "nacionalismo de izquierdas". Se
arranca de unos supuestos datos, la existencia de una identidad, y de
ahí se pretende inferir un proyecto político, la necesidad
de recuperar o de preservar la identidad. Hasta la guerra civil se ha
dejado de ver como una guerra de clases para convertirse en una guerra
del "pueblo español" agrediendo a las naciones. Así
que lo primero es recordar que los datos no son así, pero es que
además, de los datos, sean los que sean, no se sigue nada acerca
de cómo deben ser las cosas. El truco para saltar de los hechos
a los objetivos políticos pasa, como te decía, por relacionar
la lengua con la identidad y ésta con la constitución de
una unidad de soberanía. Lo primero, todavía en el terreno
de los hechos, es falso: ningún lingüista informado sostiene
hoy que una lengua conlleva una concepción del mundo en algún
sentido relevante de la idea. Y lo segundo no se aguanta: quienes comparten
una identidad no son sujetos de soberanía. No creo que a nadie
se le ocurra pensar que las mujeres o los ancianos constituyan unidades
de soberanía, por más que compartan identidad y una conciencia
de identidad compartida seguramente superior a la de las "naciones".
Pero al final las cosas son más sencillas. En nombre de qué
una identidad -inventada o no- justifica tratos especiales o desiguales,
es decir, privilegios. Quien defienda que existen unos privilegios asentados
en "la historia" debería estar dispuesto a defender el
antiguo régimen, la aristocracia. La idea de que hay unos pueblos
que han de tener un trato especial no puedo dejar de asociarla a lo que
antes te decía del trato con los reyes, a desandar lo recorrido
desde la revolución francesa. Pensamiento reaccionario en estado
puro.
-Me temo que decir que la izquierda y el nacionalismo
son incompatibles conduce directamente a cuestionar la naturaleza democrática
del nacionalismo. Sin embargo, en este país se han acuñado
expresiones como "nacionalismo democrático" o "nacionalismo
moderado" frente al "nacionalismo radical", o "violento".
¿Qué opinas al respecto?
-Desde el punto de vista de los procedimientos
democráticos hay una diferencia sustancial. Y eso es muy importante,
fundamental: no hay democracia si a quien piensa diferente le niegas la
dignidad como persona, que es lo que sucede cuando lo amenazas de muerte.
Lo pones en el dilema de que pierda la vida o pierda su dignidad callándose
para poder preservar la vida. El problema con el llamado nacionalismo
moderado es que colapsa en un montón de paradojas que sólo
puede salvar si recala en un nacionalismo étnico, identitario,
que, de facto, vincula la ciudadanía a la pertenencia a una comunidad
cultural. Quienes no participan de ciertos rasgos, de la identidad nacional
que estipulan unos cuantos, no son genuinos miembros de la comunidad política,
son menos "catalanes", "españoles" o lo que
sea. Por supuesto, la identidad nacional la deciden los nacionalistas
sin que importe si se corresponde con lo que en realidad son los ciudadanos...
Pero el problema no es de número, sino de principio democrático:
el que la mayor parte de catalanes sea del Barça o católica,
no quiere decir que las instituciones políticas tengan que apoyar
al Barça o la religión católica. A veces, para evitar
recalar en esas tesis, que tanto nos suenan a los "genuinos españoles",
"unidades de destino" o "españoles de bien",
se habla de un nacionalismo cívico, como un conjunto de ciudadanos
que comparten derechos y libertades. El problema es que entonces no se
ve qué hay que objetar a ideas como el habermasiano "patriotismo
constitucional", al reconocimiento de una comunidad de ciudadanos
libres e iguales que comparten principios de justicia. Un nacionalismo
de esa naturaleza, genuinamente constitucional, en un contexto en donde
no existe discriminación por "razones de identidad",
estaría llamado a ser paralítico políticamente. Por
eso el nacionalismo no puede prescindir de una idea de nación que
conduce directamente a la identidad nacional, que es, por supuesto, la
que los nacionalistas estipulan.
No es casual que quienes han querido explorar la "hipótesis
de la independencia" en serio se hayan encontrado con que, si jugaban
a la idea de nación de ciudadanos y no querían excluir a
la mitad de la población que quedaba fuera de juego, la "preservación
de la identidad" se ponía en peligro. Dicho de otro modo:
el único modo de preservar la identidad era saltándose a
la torera los derechos democráticos. Y, por supuesto, los nacionalistas
están dispuestos a hacerlo. Las preocupaciones por el mestizaje,
por la pérdida de la pureza, no son excrecencias, rarezas, sino
consecuencias lógicas del nacionalismo. Hay un camino inexorable
que conduce directamente a la defensa de "concepciones del mundo"
asociadas esencialmente a los pueblos, concepciones que deben estar presente
hasta en las ONGs, que, se llega a decir desde las instituciones, deben
de tener "un componente nacional catalán".
Por cierto que epistemológicamente no deja de resultar llamativo
que aceptemos como buenas, como verdaderas, la terminología y las
creencias de los propios nacionalistas, que únicamente tienen una
función política. Piensa en algunos ejemplos. Uno "positivo":
hay un conjunto de individuos, los nacionalistas, que dicen que otro conjunto
-más numeroso- de personas es una nación. De ahí
se concluye alegremente que ese segundo conjunto es una nación,
alehop!. Otro, normativo, y que, como ha mostrado Rodríguez Abascal
en uno de los mejores libros que conozco sobre estas cosas, apunta al
núcleo del nacionalismo: "la nación X tiene derecho
a la soberanía por qué es una nación". Una falacia,
claro. También hay gente que cree que los humanos hemos sido traídos
de otro planeta, pero que lo crean no hace a su creencia verdadera. El
hecho de que los parlamentarios de Castilla-León, por poner un
ejemplo, decidan autodenominarse marcianos, no los hará marcianos.
Pero es que, incluso si aceptamos que su creencia es correcta, o que basta
que la tengan para que sea verdad, de ahí, de una cuestión
empírica, no se sigue ningún principio normativo, como el
de soberanía. Y un último ejemplo entre positivo y normativo:
el uso de "discriminación" o de "injusticia".
El que alguien diga de si mismo que está discriminado no prueba
que esté discriminado, sino que él cree que está
discriminado. Las nociones de justicia o de discriminación son
precisables, objetivas. El que los ricos se sientan "discriminados"
al pagar impuestos no quiere decir que lo estén. Las mujeres de
la India están contentas con su situación, pero no por ello
no dejan de estar discriminadas o sometidas a injusticias. Con independencia
de lo que digan las victimas podemos reconocer la injusticia a la que
estaban sometidos los negros que carecían de derechos en Sudáfrica
o las mujeres de la India, o, aquí mismo, en virtud de otras circunstancias,
cuando se les niega el acceso a determinadas posiciones en iguales condiciones
de talento, o se las retribuye desigualmente.
-Pero, ¿qué pasa con el derecho
de autodeterminación de los pueblos, que siempre ha formado parte
de los programas de la izquierda desde sus orígenes?
-En efecto, Marx lo defendió en el borrador
que había preparado para la I Internacional en 1865. Pero al año
siguiente ya estaba aclarando que los beneficiarios eran las genuinas
naciones, Alemania, Polonia, Italia, Hungría, en ningún
caso las nacionalidades --y ese léxico es suyo-- como la escocesa
o la galesa. En el fondo, su pensamiento era puramente táctico,
que es lo que no puede ser un derecho, algo sometido al "depende".
A Marx lo que le preocupan son los ideales emancipadores y lo que buscaba
era espacios políticos amplios lo suficientemente consolidados
en donde realizar los ideales de democracia radical y de justicia, de
igualdad.
Y es que el derecho a la autodeterminación, en realidad el derecho
a la secesión unilateral si queremos ser precisos, concentra todas
las inconsistencias analíticas del nacionalismo. En el fondo arranca
de una suerte de comparación con las separaciones matrimoniales:
si alguien no quiere formar parte de una pareja, quién puede obligarlo.
Aquí no habría ningún tipo de apelación a
la identidad, ni a la esencia, sólo ejercicio de libertad. Desde
el punto de vista liberal, en principio, no habría nada que objetar.
El problema aparece en el momento de decidir quién puede decidir
que se va, quién ejerce el derecho a la autodeterminación.
Si seguimos con el argumento matrimonial-liberal, cualquiera que perdiera
un hipotético referéndum podría decir al día
siguiente que ese nuevo club, la nueva nación, no le ha pedido
permiso para hacerlo socio. La pregunta es inevitable: ¿quién
es el sujeto del derecho? La respuesta "la nación" no
nos sirve si entendemos nación en el sentido de "es el conjunto
de individuos que quiere ser una nación", entendida esta última
acepción como "voluntad de autodeterminarse". En tal
caso no hace falta derecho ninguno, no hace falta votar nada: sólo
ejercen el derecho a separarse quienes se quieren separar. Si quiere evitar
ese absurdo, al final, el nacionalismo tiene que recalar en argumentos
esencialistas: habría pueblos más "naturales"
que otros, que, ellos sí, tendrían fronteras naturales,
no susceptibles de ser decididas voluntariamente, dentro de las cuales
el derecho de autodeterminación ya no cabría. De modo que
el supuesto derecho no parece muy claro: o bien recalamos en una falsedad,
en un imposible, la idea de adscripción voluntaria a los estados,
o bien en esencias nacionales, en comunidades naturales, comunidades de
destino, en argumentos que niegan el principio que invocan.
Esa es una idea incorrecta sobre cómo son las cosas. Los Estados,
cualquier Estado, no son asociaciones voluntarias, a nadie le preguntan
si quiere ser miembro. La fronteras, todas, son resultado de geografía,
guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y
demográficos. Los Estados no son un club social en el que uno se
apunta y se va cuando quiere. La idea del Estado como una sociedad de
construcción voluntaria presume una suerte de "derecho"
anterior a las leyes, natural, prepolítica. Las cosas son al contrario.
Precisamente porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan
la democracia y los derechos, que se dan dentro de un espacio jurídico,
dentro de una comunidad política. En un club privado, los socios
pueden fijar las reglas. Por ejemplo, pueden decidir que en un gimnasio
no entren los hombres o prohibir la venta de alcohol. Es una asociación
voluntaria y no hay nada que reprochar. No estás obligado a entrar
y si no te gusta, te vas. En una comunidad política las cosas son
distintas. Ahí no caben las discriminaciones, ni las identidades
obligatorias, porque cualquiera ha de tener asegurada la posibilidad de
poder decir lo que le parezca. Y lo mismo se puede ver desde el otro lado:
si uno se puede marchar si no le gustan las decisiones adoptadas democráticamente,
entonces la democracia no existiría. De otro modo nada tendríamos
que objetar a los ricos, concentrados en una región, que deciden
que no están de acuerdo en pagar impuestos, que los principios
de justicia de la comunidad política no sirven para ellos, y que
se van. La no voluntariedad de los estados, la democracia y la justicia,
que se dan siempre en un espacio político, están unidas
conceptualmente. Por eso mismo, las cosas cambian cuando faltan los derechos,
cuando ciertas personas, que comparten ciertos rasgos, los que sean, se
ven privadas de derechos o discriminadas. Pero en ese caso el derecho
deriva de la injusticia y acaba cuando desaparece ésta. Sólo
en ese sentido reparador se puede habar de derecho de autodeterminación.
Lo ha contado muy bien el que acaso sea el mejor especialista sobre estas
cosas, un marxista analítico por cierto, Allen Buchanan, en Self-determination,
un clásico contemporáneo.
Una ultima cosa, no hay que confundir el supuesto derecho a la autoderminación
con el autogobierno. La izquierda es, muy básicamente, radicalidad
democrática. Todas las conquistas, todas, de lo que hoy llamamos
democracia han sido arrancadas por la izquierda. Pero el control democrático
de los ciudadanos, la participación, no es una cuestión
de metros, de proximidad espacial, sino de transparencia, de posibilidades
de revocación, de control institucional. De hecho, la proximidad
espacial, que acostumbra a ser de clase, lo que produce es clientelismo,
acobardamiento de medios que sobreviven gracias a su buena relación
con el poder local, opacas redes de influencia entre los poderosos que
se han socializado juntos y resuelven con llamadas, despachos compartidos
y cenas familiares lo que se tendría que resolver en el Parlamento.
Basta con pensar en la naturalidad con la que transitan los escándalos
políticos en los ámbitos locales y autonómicos. Se
pasa por ellos como si nada. No hay la exigencia de responsabilidades
que se da en el Parlamento o la vigilancia de la prensa de ámbito
nacional. El autogobierno es control democrático: explicaciones,
participación, vigilancia y renovación de cargos. Lo otro,
agrimensura.
-Si la cuestión es tan evidente, ¿por
qué entonces hay tanta gente en la izquierda que se dice nacionalista?
Y otra cuestión: ¿por qué hay aún más
gentes en la izquierda que se dicen no-nacionalistas pero que de hecho
no sólo toleran los principios nacionalistas, sino que asumen sus
puntos de vista, los comprenden?
-Repito lo que te decía al principio de
nuestra conversación, que dos ideas sean contradictorias no quiere
decir que no exista gente que mantenga las dos ideas a la vez. De lo que
no cabe duda es del carácter reaccionario de los nacionalismos.
Hobsbawm, una de las cabezas más claras de la izquierda, nos lo
lleva recordando desde hace tiempo. En el caso español, la comunión
entre nacionalismo e izquierda es un fenómeno muy reciente, hijo
del antifranquismo, de la represión de cualquier manifestación
cultural que no fuera en castellano y, acaso, esto ya es más conjetural,
de la política del partido comunista de incorporar todas las causas,
y del origen social de los cuadros políticos de la izquierda. Supongo
que también contribuyó la coincidencia temporal con los
movimientos de liberación nacional, que, por cierto, casi siempre
pretendían crear Estados ilustrados, que unificaran las diversas
culturas locales, muchas de ellas cargadas de elementos feudales, racistas
o directamente irracionales, un poco al modo como sucedió en América
Latina un siglo antes, cuando, después de la independencia, el
castellano se impone a las miles de lenguas de las comunidades indígenas.
Y quizá, por intentar decirlo todo, habría que pensar que
la propia falta de pensamiento medianamente vertebrado, blando conceptualmente,
a la vez que dogmático, ha favorecido en nuestra izquierda una
disposición a mirar acríticamente todo lo que parecía
"nuevo" y "rebelde", aunque, como es el caso de nacionalismo,
fuera antiguo y conservador.
Lo cierto es que, históricamente la izquierda, por sólidas
razones ideológicas, ha sido antinacionalista, y el nacionalismo,
salvo excepciones, pensamiento conservador, cuando no directamente reaccionario.
Esto lo han dejado definitivamente claro los historiadores. En el caso
vasco, pero también en el catalán. Pienso en los trabajos
de Fradera, Marfany o Ucelay Da Cal, historiadores solventes, oreados
en el circuito académico internacional. Y eso sucede en el diecinueve,
pero también más tarde. No hay que olvidar que los fascistas
italianos llegan a contemplar la posibilidad de hacer de Barcelona el
origen del movimiento fascista en España aprovechando la existencia
de un pensamiento nacionalista.
Pero desde el punto de vista ideológico, que es el que importa,
no creo que quepan dudas. Entiéndase, hay que luchar para que los
nacionalistas puedan defender sus ideas, pero eso no quiere decir que
debamos defender sus ideas. Al revés, una vez asegurado lo primero,
debemos examinarlas, discutirlas y criticarlas, empezando por recordarles
que ellos son los portavoces de una ideología, no de una nación.
Y sucede que cuando las examinamos encontramos pensamiento conservador,
cuando no directamente imperial, expansionista, hasta recuperar la frontera
máxima del momento del máximo esplendor.
Por lo general, y tratando de reconstruir de un modo inteligible la argumentación
de la izquierda cuando se pone en modo nacionalista, se suele apelar a
razones no nacionalistas, a preservar la identidad de los individuos,
a la posibilidad de aumentar el compromiso cívico entre los ciudadanos
o a un marco de referencia en el que cobran significado las elecciones.
Eso es lo mismo que decir que lo que importa son otros valores, como la
autonomía de los individuos, la igualdad o la libertad. Pero eso
ya no es nacionalismo. Piensa, por ejemplo, en el caso de la identidad.
Un nacionalista apela a ella por que es "lo nuestro", lo que
nos constituye, lo de siempre, el origen que se quiere destino. La identidad
es una y por siempre. Un pensamiento de vuelo muy corto. Al cabo, si se
trata de defender la identidad, habría que defender el franquismo.
O es que cuarenta años de dictadura pasan sin dejar huella, por
no hablar de los trescientos años de supuesta dominación
españolista. Para el nacionalismo nada de eso afecta a la genuina
identidad, que, claro, si no está contaminada por la historia,
sólo puede resultar inteligible bajo alguna versión laica
del alma como el Rh o una Eva mitocondrial de la propia nación.
Alguien de izquierda, o simplemente sensato, empezará por recordar
que siempre tenemos identidad, que si a todos nos da por consumir hamburguesas
y jugar al béisbol seguiremos teniendo identidad. Después
reparará en que lo que importa no es la identidad como tal, que
también somos machistas por biografía, pero que lo mejor
que podemos hacer en tal caso, desde los valores que importan para la
izquierda, es escapar a esa identidad. De hecho, lo que interesa es una
comunidad política que nos asegure la posibilidad permanente de
revisar y escapar a cualquier cárcel identitaria, a la tiranía
de los orígenes. Pues bien, si las cosas se miran de cerca, se
ve que la nación y el nacionalismo no son el mejor modo -por no
decir que son el peor- de asegurar la igualdad, el compromiso cívico
o los marcos de elección de las personas y, mucho más obviamente,
la sensibilidad de especie, que es el problema más importante y
más olvidado.
Realmente lo que más me asombra en todos estos casos es el desarme
ideológico de la izquierda, la incapacidad para mirar limpiamente
las ideas y discutirlas, ese trato "comprensivo" con el nacionalismo
cuando es lo que es. ¿Qué quiere decir respetar o comprender
una ideología? ¿Hay que respetar el machismo o el fascismo?
Se respetan las personas, se puede hasta comprender que tengan una ideología.
Pero eso no corrige un milímetro que las ideas se discutan, que
por cierto es el único modo de respetarlas, de tomarlas en serio.
En esto la actitud del nacionalismo es particularmente tramposa con su
reclamación de respeto. Cualquier crítica hiere su sensibilidad.
La trampa es que pretenden hacer pasar la crítica a su ideología
como la crítica al pueblo en nombre del cual pretenden hablar en
exclusiva. Como si ese pueblo no fuese el resultado de flujos de gentes.
Y es que, al cabo, como decía uno de los protagonistas del jorobado
de Notre Dame: "unos llegamos ayer y otros anteayer". Pero,
¡por Dios, cómo no vamos a poder criticar radicalmente a
alguien que sostiene ideas tan profundamente reaccionarias! Lo verdaderamente
inaudito es que la izquierda radical haya suscrito sin discusión
alguna los puntos de vista del nacionalismo. Por lo menos discutirlos!
- Con frecuencia se dice que en el fondo lo
crítica a los nacionalismos periféricos no es más
que una defensa de otro tipo de nacionalismo, el español. No crees
que es así?
-Esa tesis se ampara en una falacia que consiste
en sostener que la negación de un nacionalismo equivale a la afirmación
de otro nacionalismo, el español. Eso es lo mismo que decir que
no cabe la crítica al nacionalismo porque no hay punto de vista
fuera del nacionalismo, que criticar a un nacionalismo implica necesariamente
estar a favor de otro nacionalismo: si uno se opone a una propuesta nacionalista,
es que lo hace para defender propuestas españolistas... Con la
cobardía del ejemplo, que diría Pessoa: estar en contra
de que sólo se impartan dos horas de clase en castellano, ya sería
nacionalismo español. Si, por ejemplo, alguien propone cuatro horas,
ya sería nacionalista español.
Si queremos ser respetuosos con las palabras y la lógica, la operación correcta es otra. Lo que sería españolismo, no es la negación de la propuesta nacionalista, sino la misma propuesta, pero cambiando los protagonistas. Para seguir con el ejemplo: dos horas de catalán y el resto en castellano. Eso sería nacionalismo españolista. Más en general, creo que ese es un saludable ejercicio intelectual, darle la vuelta a las propuestas y a las tesis. Clarifica mucho. Unos cuantos ejemplos: ¿qué pensaríamos de un partido que defendiera el GAL, que homenajeara a sus miembros, y defendiera la vuelta a la dictadura, y de otro, con responsabilidades de gobierno, que saliera en defensa de ese primer partido, que le abriera sus medios de comunicación y se apoyará en él para gobernar, mientras decía que hay que suprimir los estatutos de autonomía para resolver el conflicto que plantea la existencia del GAL?; ¿y de alguien que le diese por defender la recuperación de la unidad de las comunidades hispánicas, de Latinoamérica y de buena parte de Estados Unidos, porque comparten una lengua y porque en otro tiempo, hace menos de doscientos años, formaban parte de España?. Todo eso nos espeluznaría. Pues eso, mutatis mutandis, incluso con menos soporte empírico, forma parte de los supuestos centrales de la estrategia política nacionalista. Que uno se oponga a esas locuras en boca de los nacionalistas, obviamente, no lo lleva a defender estas otras locuras españolistas. Y sin embargo, buena parte de nuestra izquierda ni levanta el dedo: al revés pide respeto para las locuras. La verdad es que cuando preguntas a los amigos, "bueno, pero ¿a qué te refieres en concreto cuando hablas de españolismo?", la respuesta más recurrente apela a cosas como el tamaño de la bandera de la plaza Colón. No seré yo quien la defienda. Pero desde luego quien no la puede criticar es quien organiza actos políticos, de su propio partido, en donde se cantan más veces himnos nacionales que la internacional y se exhiben más banderas nacionales que rojas. En realidad, tengo la impresión de que si llega la república, se sentirían muy incómodos con la bandera tricolor.
Si queremos ser respetuosos con las palabras y la lógica, la operación correcta es otra. Lo que sería españolismo, no es la negación de la propuesta nacionalista, sino la misma propuesta, pero cambiando los protagonistas. Para seguir con el ejemplo: dos horas de catalán y el resto en castellano. Eso sería nacionalismo españolista. Más en general, creo que ese es un saludable ejercicio intelectual, darle la vuelta a las propuestas y a las tesis. Clarifica mucho. Unos cuantos ejemplos: ¿qué pensaríamos de un partido que defendiera el GAL, que homenajeara a sus miembros, y defendiera la vuelta a la dictadura, y de otro, con responsabilidades de gobierno, que saliera en defensa de ese primer partido, que le abriera sus medios de comunicación y se apoyará en él para gobernar, mientras decía que hay que suprimir los estatutos de autonomía para resolver el conflicto que plantea la existencia del GAL?; ¿y de alguien que le diese por defender la recuperación de la unidad de las comunidades hispánicas, de Latinoamérica y de buena parte de Estados Unidos, porque comparten una lengua y porque en otro tiempo, hace menos de doscientos años, formaban parte de España?. Todo eso nos espeluznaría. Pues eso, mutatis mutandis, incluso con menos soporte empírico, forma parte de los supuestos centrales de la estrategia política nacionalista. Que uno se oponga a esas locuras en boca de los nacionalistas, obviamente, no lo lleva a defender estas otras locuras españolistas. Y sin embargo, buena parte de nuestra izquierda ni levanta el dedo: al revés pide respeto para las locuras. La verdad es que cuando preguntas a los amigos, "bueno, pero ¿a qué te refieres en concreto cuando hablas de españolismo?", la respuesta más recurrente apela a cosas como el tamaño de la bandera de la plaza Colón. No seré yo quien la defienda. Pero desde luego quien no la puede criticar es quien organiza actos políticos, de su propio partido, en donde se cantan más veces himnos nacionales que la internacional y se exhiben más banderas nacionales que rojas. En realidad, tengo la impresión de que si llega la república, se sentirían muy incómodos con la bandera tricolor.
A veces en realidad lo que esconde la crítica al españolismo
es una simple crítica a la idea del Estado, a cualquier presencia
del Estado, sea la que sea, tenga que ver con la cultura o no, como simple
institución política. Algo también difícil
de comprender para la izquierda. Su historia es la de una lucha por marcos,
sometidos a control democrático, que permitieran realizar la justicia,
la redistribución, asegurar que los poderosos no puedan someter
a los débiles, la existencia de una ley que impida las dominaciones
arbitrarias o despóticas, en la empresa, en la casa, derivadas
de la fuerza o del dinero.
Hay otra confusión, de más calado, que también está
en la trastienda de esa tesis: la confusión entre españolismo,
centralismo, y control democrático. Los problemas de descentralización
son en buena medida técnicos. Seguramente, para ciertos asuntos,
por problemas de coordinación, y de economías de escala,
lo mejor es un sistema centralizado y para otras cosas, un sistema reticular.
Eso depende de los problemas a resolver. Pero es que, además, la
descentralización nada tiene que ver con el autogobierno, con el
control democrático de las instituciones ni, desde luego, con mayor
o menor nacionalismo español. Resulta perfectamente imaginable
un españolismo irrespirable y un sistema institucional máximamente
descentralizado. En realidad, un sistema máximamente descentralizado,
de coordinación espontánea, como lo es el mercado, acaba
en dos días con las culturas "nacionales", porque la
coordinación espontánea converge hacia equilibrios que se
corresponden con las convenciones compartidas o, en su defecto, las mayoritarias.
Si tú tienes que vender un producto o contar las noticias en un
periódico o, simplemente, contar tu vida a cuatro tipos en un bar,
lo harás en la lengua común. El proceso, además,
es acumulativo, por necesidad de comunicarse, de acceder a información,
de trabajo, de viajes. No es resultado del ejercicio de ningún
poder, sino de millones de decisiones espontáneas... La expansión
del castellano en USA es cualquier cosa menos acción teledirigida
desde un poder central. Es lo que ha pasado históricamente con
monedas y sistema de pesas y medidas y también con las lenguas.
Nosotros mismos hemos sido testigos de cómo ha sucedido con las
tarjetas de crédito, el sistema de teléfono, los formatos
de vídeo y mil cosas más. Por información, comunicación
o transporte los individuos tienen razones para utilizar los más
utilizados por otros individuos. Y eso, que los economistas llaman economías
de red, es descentralización en estado puro.
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