La Vanguardia
SABATINAS INTEMPESTIVAS
Hay destinos póstumos que son como un sarcasmo. El de Federico
Engels, por ejemplo. Fue heredero con fortuna, empresario de éxito,
revolucionario consciente, riguroso ideólogo, soltero gozador, amigo
inolvidable, padrino ideal, organizador incansable, escritor de fuste,
coleccionista de gusto, adversario avieso, en fin, un hombre de esos que
hacen época. Y hete aquí que la más irremediable de sus glorias
póstumas fue la de aparecer siempre pegado a su amigo íntimo -Marx y
Engels, parecen más idénticos que Ortega y Gasset o Pi y Margall- y
luego adosado en efigie a Lenin, con el que probablemente nunca se
hubiera entendido -detestaba el fanatismo-, y con Stalin -despreciaba a
los ex seminaristas-, o con Mao, al que hubiera negado cualquier
posibilidad de hacer algo parecido a una revolución con campesinos
analfabetos.
Por primera vez aparece en castellano una biografía de Federico
Engels que se puede leer sin un bostezo, lo que constituye un mérito
historiográfico en un país como el nuestro, donde la historia suele ser
un castigo dogmático y por demás falaz. Conozco historiadores que
tienen a gala, o tenían, porque a algunos se los ha ido llevando la
parca, que no la historia, haber publicado libros, ganado cátedras,
profesar de maestros, sin haber leído un solo libro de literatura.
La escribió Tristam Hunt, un joven historiador británico -cosecha
del 74, que no sé si fue buen año para los vinos pero detestable para
la historia real-. Aparece en castellano (Anagrama) con un título
torpe, El gentleman comunista.
No sé si es una influencia irresistible del pujolismo y su postulado
de la autoestima a granel, pero esa manía, tan española por otra
parte, de considerarnos capaces de enmendar la plana a quien se nos
ponga por delante puede llevarnos a las situaciones más ridículas, como
la del director de la Oficina Antifraude en Catalunya, Daniel de
Alfonso, que recién nombrado aseguraba que el modelo catalán contra la
corrupción será “un referente mundial”. Nos llega la mierda hasta la
última fila del Palau y ahí tienen a un gracioso impartiendo doctrina.
Que un libro, que en inglés se titula The Frock-Coated Communist,
haya sido traducido en castellano como El gentleman comunista me
parece una frivolidad. No sólo porque convierte un sustantivo en
adjetivo -si es que esto le interesa hoy día a alguien- sino porque
asume que los ingleses no están muy al tanto de lo que significa
gentleman.
Por lo demás el libro se lee muy bien, que es la máxima aspiración
de un lector ante una traducción, por más que haya algunas cosas que me
suenan a raras. Pero como mi inglés es menos que rudimentario he de
conformarme con que se diga “el gordo Bakunin” o “el exótico Lasalle”.
Siempre creí que Bakunin era enorme de tamaño, sin cuyo rasgo no
hubiera provocado alguna de sus historias más sonadas, pero “gordo”… Lo
que sí puedo asegurar es que Ferdinand Lasalle, habilísimo negociador y
tipo rarillo que sentaría las bases sobre las que se construiría luego
la potente socialdemocracia alemana, no tenía nada de “exótico”, a
menos que consideremos Silesia como un lugar exótico ¡No hubiera parado
de reírse el tándem Marx-Engels de haber oído a alguien calificar de
“exótico” a su detestado Lasalle, muerto en duelo por asuntos
inconfesables!
Pejiguerías aparte, esta biografía de Engels es un texto de lectura
obligada que rompe, sin ninguna pretensión escandalosa, con los tópicos
que el tiempo y los regímenes del llamado socialismo real le colgaron
al cuello. Probablemente no diga nada nuevo, pero lo cuenta de otra
manera, sin liturgia ni rituales. La fuerza indestructible de la
amistad con Marx, en primer lugar; también la autonomía de su propia
obra y sobre todo su figura humana. Mientras que la vida de Carlos Marx
transcurrió siempre obsesionada hasta las almorranas, por el estudio,
por hacer su magna obra, por sentar las bases supuestamente
indestructibles de una nueva era y por casar bien a sus tres hijas,
Engels tuvo la suerte de poder permitirse el lujo, carísimo, de vivir
con todas las comodidades que otorga una hacienda saneada, y al mismo
tiempo volcarse sin dobleces en la creación de una organización
revolucionaria.
La fe de Engels en la amistad no tiene nada de ciega, es consciente
de la superioridad intelectual de Marx, pero sin alharacas ni
sumisiones, como dos colegas que se conocieron de jóvenes y van a
mantener por encima de todas las tortuosas fases de la historia, una
intimidad inquebrantable. Engels será el financiador principal y en
ocasiones único de la familia Marx, cuyas pretensiones burguesas
respecto a las hijas, la vanidad de haberse casado con una noble
alemana, las depresiones, las intemperancias de pobre con ambiciones,
todo eso y mucho más será recogido con ese talante de encajador
inteligente, de amigo para todo, que fue Engels. En la historia de la
amistad, ni siquiera en algunas parejas de jesuitas fundadores de la
Compañía, amigos hasta el martirio, se encuentra una tan hermosa e
incombustible relación como la de Marx y Engels. Para las hijas de Marx
su padre será “el Moro”, apelativo cariñoso, con ninguna de la
connotaciones que hoy podría tener, o quizá sí, por su obsesión en
casarlas bien, es decir, con hombres de fortuna, cosa que como suele
suceder salió al revés y rematadamente mal. Para ellas, Engels era “el
General”. El que mandaba realmente, el que orientaba a la familia
además de financiarla, el que aconsejaba, el que cubría los errores
cuando no los desmanes.
Durante muchos años, muchos, se ocultó la bárbara historia de Helene
Demuth; la familiar criada, “Nim” en la cotidianeidad doméstica. Que
Carlos Marx la pudiera violar, es más, que la hubiera violado,
resultaba algo demasiado fuerte. Engels fue capaz de asumir como suyo
al producto de aquella relación, el pobre Freddy, al que subvencionó y
trató como sólo un tío cariñoso y decente podría hacer con un sobrino
nacido por un desliz fraterno. Ya mudo y en el lecho de muerte, ante la
insistencia de una hija de Marx que habían recogido el rumor y no
podía creérselo, escribirá en una pizarra, como si se tratara de una
escena de novela romántica, que el tal Freddy era hermanastro de ellas.
Hay que ser muy amigo para llegar a asumir como propio el hijo de
otro, creo yo. Y habrá quienes digan que, en fin, es una anécdota. Que
lo piensen bien, porque constituye más bien un retrato de dos hombres
que conformaron una idea que transformó el siglo. Las consecuencias no
son suyas, ésas son más bien nuestras. Sería como achacar a Santo Tomás
de Aquino los crímenes que se cometieron en su nombre, que fueron
innumerables.
Nada que ver con un blando, a ver si nos entendemos. Benevolente con
los amigos, aún más con las amigas -cuando cumplió 70 años, y le
quedaban aún cuatro, lo celebró con dos docenas de ostras y otra docena
de botellas de champán, lo contaba él mismo orgulloso de su
supervivencia-, pero implacable con los adversarios. En política e
ideología, no había piedad. Al pobre profesor Dhüring, catedrático en
Berlín, le puso a caldo, con saña, algo que hoy sería impensable, porque
estaba ciego. Contra un ciego escribir un libro como Anti-Dhüring y
del que aprendería Pablo Iglesias lo único que sabía de marxismo-. Al
enterarse del resumen, el propio Marx escribió: “yo no soy marxista”.
Un libro fresco El gentleman comunista. La vida
revolucionaria de Friedrich Engels, retrato brillante de un caballero
que gustaba de la aristocrática caza del zorro, de la bolsa de valores y
de las asambleas arrebatadas de obreros insurgentes. El hombre que
echó las raíces sobre las que se construiría la aventura más compleja
del siglo XX: la quiebra del ideal obrero, matriz fracasada de una
sociedad más justa.
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