J. M. Delgado
He pedido recado de escribir y me lo han negado, dicen que en mi estado
debo - debemos, es la expresión que usaron - evitar las emociones,
les he dicho que me he pasado la vida haciéndolo y que en cualquier
caso no iba a emocionarme ahora por escribir, han persistido en su negativa
y entonces he comenzado a gritar, he gritado hasta que las curvas cordiales
del monitor amenazaron con escapar de la pantalla, han tratado de ponerme
una inyección y he opuesto toda la resistencia que me ha sido posible;
no lo han conseguido, he insistido en mi petición añadiendo
que lo consideraran a título de última voluntad, si es que
efectivamente mi vida corre tan grave peligro, finalmente han accedido
y a escribir procedo en este instante.
Nadie está aquí, ningún familiar ha venido, no tienen noticia de que estoy en este hospital, en la unidad coronaria; mi muerte, de producirse, es cosa mía, a nadie le importa excepto a Perro. A él sí le importa.
Tengo sesenta y ocho años, soy viudo, jubilado y vivo solo, está la señora María que una vez a la semana arregla la casa y cocina algunos guisos que luego congelo. Tengo dos hijos, ambos varones y casados y apenas tengo trato con ellos, llaman un par de veces al año por teléfono y eso es todo.
He estado antes aquí, por un infarto, como en la circunstancia presente, hace algunos meses, no sé cuántos, pues ya no puedo apenas confiar en la memoria, no sé qué sucede, bastante tengo - tenía - con los infartos, cosa de viejos.
En cambio recuerdo perfectamente que cuando he entrado aquí traía una bolsa con un buen trozo de carne magra para Perro, tengo que ocuparme de ello en cuanto termine.
Me habían dado de alta una mañana luminosa y estaba en la cafetería del hospital tomando un refrigerio, terminaba, y estaba dudando si encender el que debía ser último cigarrillo cuando lo vi a través de la cristalera. Estaba echado en el antevestíbulo a un lado de la puerta y mirando directamente hacia ella, indiferente al círculo de curiosos que lo rodeaba, pagué la consumición y ya me marchaba cuándo al pasar cerca del grupo observé que un cámara de televisión filmaba a Perro. Una periodista entrevistaba micrófono en mano a un vigilante de seguridad y a una enfermera. El hombre estaba diciendo a la cámara que Perro llevaba dos años allí en la puerta, al parecer esperando a su dueño: afirmaba que había sido dado de alta y se había marchado desentendiéndose de él. ( Perro es grandote y posee rasgos de pastor alemán y también de mastín. ) La enfermera daba una versión distinta: decía que el dueño había muerto en el hospital y que el animal no quería marcharse de allí. Una limpiadora que escuchaba interrumpió para asegurar que aquél era el perro de un hombre ciego del que su familia deseaba desprenderse y que al ser dado de alta en el hospital, los familiares habían aprovechado la ocasión para marcharse subrepticia-mente abandonándolo allí.
Todos ellos confirmaron que el personal del hospital le ponía de comer y así Perro comía, bebía y esperaba sin olisquear los rincones, correr, ladrar a otros perros o jugar con los chicos, tan solo paseaba a veces a todo el ancho de la puerta, sin perderla de vista. Tampoco intimaba con los empleados del hospital, lamía la mano que le traía la comida y eso era todo.
Me senté en el bajo antepecho que limita la escalinata que sube a la gran puerta de acceso, justo frente a él, y esperé a que terminara el espectáculo. Cuando periodistas, cámaras y curiosos se hubieron marchado, Perro me miró, al principio con indiferencia, más tarde fijamente, entonces lo llamé y acudió; le acaricié la enorme cabezota entre las orejas y se aplicó a lamer mi mano. Me levanté y tomé la dirección de mi domicilio, apenas a trescientos metros del hospital. No necesité mirar atrás: efectivamente Perro me seguía.
Se quedó en casa, todos estos meses.
Diariamente salíamos a pasear y a veces cruzábamos delante del hospital. En tales ocasiones, Perro se alejaba, se dirigía a la puerta y olisqueaba el suelo en derredor, miraba hacia algunos rostros del público que entraba y salía, miraba luego hacia mí y después de dudar un instante volvía a mi lado.
Esta mañana, hace sólo unas horas, el dolor del pecho me hizo caer semiinconsciente cuando paseábamos por unos jardines cercanos. Pude escucharlo ladrar, quizá tirar de los pantalones a un trabajador de la limpieza pública para alertarlo de mi presencia detrás del arriate, de mi estado.
En este momento aún estará abajo, esperando. Termino ya de escribir y ahora voy a tratar de que alguien lleve a Perro el trozo de carne que está en la bolsa, se lo ha ganado, cada día, todos estos meses se ganó su comida.
Pienso ahora en la oscura razón que me ha llevado a escribir esta nota: alguien debe conocer la historia de Perro, la historia completa y verdadera que no trasmitió la televisión y liberarlo de tan ardua tarea, permitirle recuperar la libertad y la alegría a la que tiene derecho, descargarlo de responsabilidades para conmigo, para con la humanidad extracanina.
En algún momento, en estos días, consideré la posibilidad de ponerle nombre para a continuación interrogarme sobre el derecho que tenía a hacerlo, Perro no tiene dueño y yo no me siento dueño de ningún ser animado, ¿como me llamaría él a mí? me llamaría Hombre, no podría hacerlo de otro modo. Aun así tiene derecho a singularizarse, fue de este modo que me entretuve, provisionalmente, en encontrarle alguno y se llamó Cerbero,
Cerbero que hace su trabajo.
Cerbero o no, es un buen perro.
Nadie está aquí, ningún familiar ha venido, no tienen noticia de que estoy en este hospital, en la unidad coronaria; mi muerte, de producirse, es cosa mía, a nadie le importa excepto a Perro. A él sí le importa.
Tengo sesenta y ocho años, soy viudo, jubilado y vivo solo, está la señora María que una vez a la semana arregla la casa y cocina algunos guisos que luego congelo. Tengo dos hijos, ambos varones y casados y apenas tengo trato con ellos, llaman un par de veces al año por teléfono y eso es todo.
He estado antes aquí, por un infarto, como en la circunstancia presente, hace algunos meses, no sé cuántos, pues ya no puedo apenas confiar en la memoria, no sé qué sucede, bastante tengo - tenía - con los infartos, cosa de viejos.
En cambio recuerdo perfectamente que cuando he entrado aquí traía una bolsa con un buen trozo de carne magra para Perro, tengo que ocuparme de ello en cuanto termine.
Me habían dado de alta una mañana luminosa y estaba en la cafetería del hospital tomando un refrigerio, terminaba, y estaba dudando si encender el que debía ser último cigarrillo cuando lo vi a través de la cristalera. Estaba echado en el antevestíbulo a un lado de la puerta y mirando directamente hacia ella, indiferente al círculo de curiosos que lo rodeaba, pagué la consumición y ya me marchaba cuándo al pasar cerca del grupo observé que un cámara de televisión filmaba a Perro. Una periodista entrevistaba micrófono en mano a un vigilante de seguridad y a una enfermera. El hombre estaba diciendo a la cámara que Perro llevaba dos años allí en la puerta, al parecer esperando a su dueño: afirmaba que había sido dado de alta y se había marchado desentendiéndose de él. ( Perro es grandote y posee rasgos de pastor alemán y también de mastín. ) La enfermera daba una versión distinta: decía que el dueño había muerto en el hospital y que el animal no quería marcharse de allí. Una limpiadora que escuchaba interrumpió para asegurar que aquél era el perro de un hombre ciego del que su familia deseaba desprenderse y que al ser dado de alta en el hospital, los familiares habían aprovechado la ocasión para marcharse subrepticia-mente abandonándolo allí.
Todos ellos confirmaron que el personal del hospital le ponía de comer y así Perro comía, bebía y esperaba sin olisquear los rincones, correr, ladrar a otros perros o jugar con los chicos, tan solo paseaba a veces a todo el ancho de la puerta, sin perderla de vista. Tampoco intimaba con los empleados del hospital, lamía la mano que le traía la comida y eso era todo.
Me senté en el bajo antepecho que limita la escalinata que sube a la gran puerta de acceso, justo frente a él, y esperé a que terminara el espectáculo. Cuando periodistas, cámaras y curiosos se hubieron marchado, Perro me miró, al principio con indiferencia, más tarde fijamente, entonces lo llamé y acudió; le acaricié la enorme cabezota entre las orejas y se aplicó a lamer mi mano. Me levanté y tomé la dirección de mi domicilio, apenas a trescientos metros del hospital. No necesité mirar atrás: efectivamente Perro me seguía.
Se quedó en casa, todos estos meses.
Diariamente salíamos a pasear y a veces cruzábamos delante del hospital. En tales ocasiones, Perro se alejaba, se dirigía a la puerta y olisqueaba el suelo en derredor, miraba hacia algunos rostros del público que entraba y salía, miraba luego hacia mí y después de dudar un instante volvía a mi lado.
Esta mañana, hace sólo unas horas, el dolor del pecho me hizo caer semiinconsciente cuando paseábamos por unos jardines cercanos. Pude escucharlo ladrar, quizá tirar de los pantalones a un trabajador de la limpieza pública para alertarlo de mi presencia detrás del arriate, de mi estado.
En este momento aún estará abajo, esperando. Termino ya de escribir y ahora voy a tratar de que alguien lleve a Perro el trozo de carne que está en la bolsa, se lo ha ganado, cada día, todos estos meses se ganó su comida.
Pienso ahora en la oscura razón que me ha llevado a escribir esta nota: alguien debe conocer la historia de Perro, la historia completa y verdadera que no trasmitió la televisión y liberarlo de tan ardua tarea, permitirle recuperar la libertad y la alegría a la que tiene derecho, descargarlo de responsabilidades para conmigo, para con la humanidad extracanina.
En algún momento, en estos días, consideré la posibilidad de ponerle nombre para a continuación interrogarme sobre el derecho que tenía a hacerlo, Perro no tiene dueño y yo no me siento dueño de ningún ser animado, ¿como me llamaría él a mí? me llamaría Hombre, no podría hacerlo de otro modo. Aun así tiene derecho a singularizarse, fue de este modo que me entretuve, provisionalmente, en encontrarle alguno y se llamó Cerbero,
Cerbero que hace su trabajo.
Cerbero o no, es un buen perro.
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