Con el argumento de que no hay dinero todo está permitido. Solo el que paga existe.
Josep Ramoneda
El Pais, 28 ABR 2012
El Pais, 28 ABR 2012
El Gobierno ha consumado una iniciativa miserable: el 31 de agosto
caducarán las tarjetas sanitarias de los inmigrantes ilegales. Era un
motivo de orgullo para este país: nadie se quedaba sin atención
sanitaria. La salud por delante de las pertenencias nacionales y de las
fronteras administrativas. Se acabó. A los parias, que los cure Dios. Es
una medida injusta, porque nada tiene derecho a condenar a una persona a
no ser atendida sanitariamente. Es una medida oportunista, para dar
carnaza a la peor xenofobia. Es una medida peligrosa, porque puede tener
consecuencias sociales y sanitarias muy negativas. Y es una medida que
da la dimensión de la talla moral del Ejecutivo. Porque las decisiones
políticas como las decisiones económicas también son opciones morales
por más que se haya pretendido que la política y la empresa fueran
territorios de excepción, ajenos a las exigencias morales de la vida
civil.
Después de esta fechoría, otra: el Gobierno decide que los jóvenes
con más de 26 años que no hayan cotizado deberán probar que no tienen
ingresos para acceder a la sanidad pública. Con el argumento de que no
hay dinero, todo está permitido. De golpe y porrazo se rompe la
universalidad de las prestaciones del Estado de bienestar y, como se ha
dicho estos días, el derecho a la salud se convierte en un seguro
sanitario. Solo el que paga existe. Lo que fue una conquista de toda la
sociedad española lo ha evaporado una idea nada inocente de la
austeridad. El poder recubre todas estas decisiones con un discurso de
choque que solo pretende anestesiar a la ciudadanía. Pero la estrategia
está clara: liquidar las bases ideológicas y el consenso sobre el Estado
de bienestar y consolidar un sistema político que divida a la sociedad
entre los que pueden pagar y los que no pueden pagar.
Estas medidas han venido precedidas de una reforma laboral,
claramente decantada a favor de los intereses del dinero, que, como era
previsible, está dando paro y no empleo; una amnistía fiscal indecorosa
que premia a los defraudadores del fisco en el mismo momento en que
aumenta la presión fiscal, y un cambio legislativo sobre Radio
Televisión Española para convertirla de nuevo en el órgano de propaganda
del Gobierno. La suma de todo ello no puede llevar a engaño. El
objetivo es la consolidación de los privilegios de los que más tienen y
el control social a través de la televisión, tanto la pública como la
privada, en manos afines al PP. Un modelo que, si le añadimos unas dosis
de corrupción, se asemeja mucho al berlusconismo.
Todo ello forma parte de una estrategia política basada en una
ideología que se fundamenta en tres principios: la sociedad no existe,
solo existen los individuos; por tanto, el vecino como potencial enemigo
del bienestar propio. Todo lo que favorece al poder económico favorece a
la sociedad; por tanto, la austeridad rige para todos menos para los
más poderosos. Y la economía es lo único importante, de modo que el
primer criterio del Estado debe ser la cuenta de resultados. Aderezada,
por supuesto, con el eterno recurso patriotero: los españoles primero.
Aunque unos más que otros. Habría que recordarles a los gobernantes de
la derecha que, como escribe Tzvetan Todorov, “el objeto del Estado no
es la rentabilidad, sino el bienestar de los ciudadanos”.
Esta radicalización de la derecha, que se está haciendo extensiva a
toda Europa, acostumbra a edulcorarse con un argumento falso: la
distinción entre decisiones técnicas y decisiones políticas que es
propia de unos tiempos en que la doctrina económica se ha convertido en
el principal agente ideológico de la hegemonía conservadora. El
argumento pretende que la política es deudora de intereses partidistas
espurios y que solo cediendo la voz al experto se pueden tomar las
decisiones adecuadas: las que la ciencia exige. De modo que de un solo
golpe hemos sustituido la soberanía ciudadana, como portadora de la
última palabra, por la soberanía del experto. Una de dos: o aceptamos
que la precariedad científica de la economía está probada por su falta
de acierto en la previsión, o aceptamos que cuando se han equivocado ha
sido a conciencia para beneficiar intereses determinados. Ninguna de las
dos hipótesis da una autoridad especial a la ciencia económica sobre la
política. En realidad, toda decisión técnica tiene algún objetivo; por
tanto, es política. Pero la aureola que todavía tiene la ciencia es útil
para el político para convertir en verdad absoluta una afirmación
ideológica: “No hay alternativa”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario