José
María Delgado Gallego.
Crisanto
pudo oír el silbido agudísimo de Ramón un segundo antes de conectar el giro de
cabezales, asomó la cabeza por detrás de la consola de control y les hizo un
gesto con la mano. En la pantalla del ordenador el número del programa de
fresado era el correcto, las tres herramientas que en un instante empezarían a
girar devorando las tres gruesas placas de aleación ligera lo eran igualmente,
pulsó el botón verde iluminado que iniciaba el ciclo automático de mecanizado,
abrió manualmente la válvula y una cortina de liquido refrigerante blanco como
la leche inundó en un instante la bancada de la fresadora en sus mas de cinco
metros de longitud.
Los alcanzó a la altura del vestíbulo central de la nave.
-
¿Cuántos somos? - dijo Crisanto sacando dos monedas de cien pesetas del
bolsillo del pantalón azul del mono.
-
Cuatro, falta Julio - repuso el Maleta - Quillo, dale un silbido a ese -
indicó a Ramón
- Ya
se está haciendo el remolón para no convidar.
- Yo
convido, tío, venga, que tengo prisa - dijo Crisanto introduciendo una moneda
en la ranura de la máquina de café - ¡La leche!, está averiada - exclamó
Crisanto al escuchar el sonido de la moneda en la cajetilla del cambio.
De
pié encima de la máquina, con los cascos protectores de ruidos puestos, Julio proyectaba
a través de un largo y delgado tubo un chorro de aire a presión sobre las
partículas de duraluminio que ocultaban completamente las herramientas de
corte, no podía oír el silbido de Ramón.
- Verás como ahora se entera - dijo el Maleta tomando un mazo de madera..
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