Referendum sobre la independencia de Quebec de 1995.- Wikipedia
Si desea la independencia una minoría territorializada no se pueden oponer obstáculos formales. Pero hay que averiguar la existencia, amplitud y solidez de esta supuesta voluntad popular
Es difícil no compartir la opinión del Gobierno sobre la inoportunidad del momento elegido por el presidente de la Generalidad, más guiado por la rauxa que por el senyi,si no se quiere hacerle el agravio de pensar, como algunos, que lo ha movido el deseo de que en el ánimo de los votantes pesen más los sentimientos identitarios heridos que el descontento con las consecuencias sociales de la austeridad presupuestaria o el juicio sobre los errores de la política económica y fiscal etc.
Pero ni la inoportunidad de la iniciativa, ni la mayor o menor torpeza de las razones que la mueven, permiten al Gobierno ignorarla, ni lo dispensan de tomar a su vez las medidas necesarias para encauzarla pacíficamente, y hasta ahora no ha hecho gesto alguno en ese sentido. El sosiego de la primera respuesta de su presidente ha ido debilitándose, y aunque no se ha caído todavía en la tentación de esgrimir la amenaza del artículo 155 de la Constitución, a la que tanta afición tienen algunos miembros de su Partido, dentro o fuera del Gobierno, se ha recordado enfáticamente que este tiene la posibilidad de recurrir al Tribunal Constitucional para impedir la celebración de un referéndum convocado por la Generalidad.
Este recordatorio tampoco ha sido oportuno. El único efecto evidente de recordar lo jurídicamente obvio es el muy perjudicial de dañar la imagen del Tribunal, ya bastante dañada por el uso que de él se ha hecho en estos últimos años. Pero además, y esto es lo peor, transmite la errónea idea de que, si no logra disuadirle para que la abandone, lo único que el Gobierno tiene que hacer en relación con la iniciativa del presidente Mas es impedir que la ponga en práctica.
No es así. Si la iniciativa se mantiene, es deber del Gobierno contribuir a la búsqueda de vías que permitan llevarla a cabo de la manera menos traumática para todos; sin violar la Constitución, pero sin negar tampoco la posibilidad de reformarla si es necesario hacerlo. Si esa necesidad se presenta no será sin embargo sino dentro de algunos años, y solo en la medida exigida por el acuerdo que se alcance sobre el modo de satisfacer las aspiraciones catalanas. Lo urgente, lo inaplazable, es verificar la solidez y el contenido de esas aspiraciones y para esto no hay otro camino que el del referéndum.
Muchos piensan, o pensamos, que este debería hacerse aunque la Generalitat no lo hubiera pedido. Hace algunos meses en EL PAÍS y pocos días en La Vanguardia, dos intelectuales distinguidos y nada sospechosos de simpatías nacionalistas, Ruiz Soroa y Francesc de Carreras, han reclamado la convocatoria de un referéndum, en el País Vasco el uno y en Cataluña el otro, para verificar si la voluntad de independencia existe, desarmar a los nacionalistas si esa voluntad no tiene la amplitud y solidez que ellos le atribuyen y sobre todo para abrir un debate que, antes de decidir, ilustre a los ciudadanos sobre el significado real de la independencia, sus ventajas y sus inconvenientes. Pero si lo ha pedido —es inexcusable hacerlo, por dolorosa que sea para muchos españoles (entre los que desde luego me cuento)— la idea de una España sin Cataluña.
Si una minoría territorializada, es decir, no dispersa por todo el territorio del Estado, como sucede en algunos países del Este de Europa, sino concentrada en una parte definida, delimitada administrativamente y con las dimensiones y recursos necesarios para constituirse en Estado, desea la independencia, el principio democrático impide oponer a esta voluntad obstáculos formales que pueden ser eliminados. Si la Constitución lo impide habrá que reformarla, pero antes de llegar a ese extremo, hay que averiguar la existencia, y solidez de esa supuesta voluntad. Una doctrina que hoy pocos niegan y cuya expresión más conocida puede encontrarse en el famoso dictamen que la Corte Suprema de Canadá emitió en 1999 sobre la legitimidad de la celebración de un referéndum en Quebec (que, dicho sea de paso, los independentistas perdieron por poco más de 50.000 votos).
La Generalidad de Cataluña no puede convocar un referéndum, pero nada le impide pedirlo e incluso colaborar en su convocatoria.
De acuerdo con la Constitución, esta ha de ser hecha por el Rey, a propuesta del presidente del Gobierno, previa autorización de las Cortes, que en el presente caso ha de ir enmarcada en un conjunto de normas que den respuesta a las muchas cuestiones que no la tienen en la Ley Orgánica sobre modalidades del referéndum, que no contempla una modalidad de esta naturaleza. Hay que precisar, entre otras cosas, cuál es la mayoría indispensable para considerar aprobada la propuesta, quiénes pueden votar, cuál será la circunscripción (única o provincial) en que se hará el escrutinio, cuál el contenido de la pregunta que se formula y cuál el procedimiento a seguir en caso de que sea aprobada. Como ya dijo la Corte Suprema de Canadá en la sentencia que antes cité, una decisión de esta naturaleza requiere algo más que una mayoría simple; ha de ser una mayoría muy cualificada, aunque no tal vez hasta el punto de considerarla indestructible, como al parecer el propio presidente de la Generalitat ha dicho recientemente. Y la pregunta ha de ser clara e inequívoca, lo que a mi juicio no implica necesariamente que haya de ser única; en alguno de los proyectos preparados para el referéndum sobre la independencia que el Partido Nacionalista Escocés se propone convocar en 2014 se hacen hasta cuatro preguntas distintas, pero a mi juicio en nuestro caso sería preferible hacer una pregunta que permitiese sin embargo llegar a soluciones distintas al término del procedimiento largo y complejo que en todo caso habrá de abrirse para satisfacer la voluntad de los votantes, que también podría inspirarse en el que el Tratado de Lisboa para la separación de la Unión. Un texto no muy lejano al que figura en la Resolución aprobada por el Parlamento de Cataluña a propuesta de CiU.
No es mi propósito, sin embargo, adelantar ahora ideas sobre estas cuestiones, sino subrayar la conveniencia de que sea precisamente el Parlamento de Cataluña el que propone la respuesta que se le ha de dar, utilizando para ello la facultad de iniciativa legislativa que la Constitución le concede. La autorización para convocar el referéndum requiere, por las razones que antes he dicho, una ley orgánica y en nuestra actual situación política no parece posible que esta nazca de un proyecto del Gobierno e improbable que venga de una proposición de ley. Pero no solo por esta razón, o por la necesidad de patentizar que quienes desean la independencia de Cataluña (o alternativamente, una modificación sustancial del marco de relaciones con el resto del Estado) quieren llegar a ella aprovechando todas las vías que la Constitución ofrece y sobre todo, para participar así en la convocatoria de un referéndum que constitucionalmente las instituciones catalanas no pueden hacer, es indispensable a mi juicio que, si dado el resultado de las elecciones, el nuevo Parlamento de Cataluña respalda las resoluciones que el que ahora se disuelve acaba de aprobar, lo haga a través de un proposición de ley orgánica de autorización de este referéndum.
Antes de enzarzarnos en la discusión sobre las ventajas e inconvenientes de las distintas metas, hay que reflexionar sobre el modo de comenzar el camino.
Francisco Rubio Llorente es
catedrático jubilado de la Universidad Complutense y director del
Departamento de Estudios Europeos del Instituto Universitario Ortega y
Gasset.
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