Ximo Bosch
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
La protección de los derechos de los trabajadores ha sido el
resultado de un largo proceso histórico. Hubo un tiempo, magistralmente
reflejado en muchas obras de Charles Dickens, en el que la explotación
extrema resultaba inherente a las condiciones laborales. Algunos
teóricos del liberalismo económico más agresivo del siglo XIX defendían
la prohibición de los sindicatos, porque sus exigencias de derechos
laborales suponían un obstáculo para la producción y para los beneficios
empresariales. Dicha perspectiva respondía a que los obreros eran
considerados como meras mercancías. Tuvieron que transcurrir décadas de
graves conflictos sociales, revoluciones y guerras hasta que en los
países europeos democráticos se configuró el Estado Social
contemporáneo, a partir de 1945, como un pacto entre capital y trabajo.
Ello implicaba la desmercantilización de la fuerza de trabajo, así como
el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos
sociales, lo cual permitió una larga etapa de razonable armonía
colectiva.
Estas premisas pasaron a integrar nuestra Constitución. En ella se
reconoce el derecho a la negociación colectiva, que se fundamenta en la
relevancia de los sindicatos y de las asociaciones empresariales, cuya
inclusión en el título preliminar nos indica la trascendencia de este
equilibrio esencial. El artículo 35-1 del texto constitucional proclama
el derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para que los
ciudadanos puedan satisfacer sus necesidades y las de su familia. En el
preámbulo se establece como objetivo una calidad de vida digna. Y dicho
principio se complementa con la articulación de los derechos sociales.
Sin embargo, la reciente reforma laboral impulsada desde el gobierno
rompe con buena parte de estos valores constitucionales y supone un paso
más en el creciente desmantelamiento de nuestro Estado Social. Las
medidas principales son conocidas: fórmulas contractuales de despido
libre encubierto, mecanismos para la reducción salarial, facultades para
que los empresarios alteren unilateralmente las condiciones básicas de
los contratos en perjuicio de los trabajadores, abaratamiento sustancial
de los despidos, posibilidad para las empresas de apartarse de los
convenios colectivos territoriales. Muchas de estas disposiciones son de
constitucionalidad más que dudosa, pues el Tribunal Constitucional ha
establecido que no resulta admisible el despido sin causa. Y que tampoco
es aceptable la aprobación de normas contrarias al derecho a la
negociación colectiva, pues ello afecta al núcleo mínimo indisponible de
la libertad sindical. La consecuencias previsibles serán una mayor
precarización de nuestro mercado de trabajo y un notable incremento de
las desigualdades en las relaciones económicas. Por ello, esta reforma
supone la más alarmante restricción de los derechos laborales de nuestra
etapa democrática. No puede sorprender la convocatoria de huelga
general por parte de los sindicatos.
Además, no se explica cómo generará empleo una reforma que
esencialmente facilita el despido. Ni tampoco cómo se producirá
crecimiento económico con una devaluación de la capacidad adquisitiva de
los asalariados. Al contrario, lo que resultaría aconsejable sería la
profundización en los principios del Estado Social para que desde las
instituciones se apliquen medidas redistributivas que estimulen el
consumo, como señala Joseph Stiglitz.
La reforma laboral sigue el espíritu de la que se aplicó en su
momento en Grecia, con los negativos resultados que son de sobra
conocidos. Y resulta censurable la insistencia en disfrazar de
decisiones técnicas o inevitables lo que no son más que claras opciones
ideológicas, como también está ocurriendo con los continuos recortes en
los servicios públicos. Las medidas aprobadas asumen las tesis más
entusiastas de la patronal, pretenden debilitar la función
representativa de los sindicatos y provocan intensos desequilibrios en
las relaciones laborales. Responden a la perspectiva conservadora de
desregulación y de intervención estatal mínima que se ha practicado en
diversos ámbitos, especialmente en el financiero, y que ha empobrecido a
amplios sectores en numerosos países. Pero hay otras opciones. Lo
demuestra la reforma laboral aprobada en Finlandia, que aumenta los
niveles de protección social. Y las decisiones adoptadas en Islandia
para evitar los abusos de las entidades bancarias contra la mayoría de
la población. O la realidad de que los países más avanzados de nuestro
entorno mantienen los mecanismos del Estado Social, a través de su
financiación por parte de los sectores más acomodados, al contrario que
en nuestro país, en el que las mismas capas sociales aportan un
porcentaje mínimo a las arcas públicas.
Parece que los poderes dominantes están aprovechando esta situación
de crisis sistémica, que ellos mismos han generado o consentido, para
imponer sus recetas de regresión y estimular unas desigualdades siempre
beneficiosas para algunas minorías privilegiadas. El principal riesgo es
que los gestores de la ruptura del consenso social caigan en el
autoengaño, tantas veces repetido históricamente, de pensar que
cualquier situación está bajo su control. Esas confusiones han provocado
en otras etapas una comprensible intensificación de la conflictividad,
con secuelas altamente incontrolables. La actuación institucional y las
normas jurídicas no son instrumentos para construir el paraíso en la
tierra, pero sí que pueden servir para evitar que las condiciones de
vida se conviertan en un infierno, a través de iniciativas de
solidaridad y de cohesión. Sin embargo, determinados errores de cálculo o
quizás algunos intereses desmedidos pueden conducirnos al desastre
social que ya se vive en Grecia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario