Joan Rodríguez -
Como cada año, a las puertas del 11 de
septiembre, se ha manifestado una inflamación del verbo en la vida
política catalana, anuncio de la obertura inminente del curso político.
En los últimos años, la celebración ha ido experimentando una deriva
hacia el independentismo o soberanismo, en paralelo a la radicalización
del discurso de CDC sobre su modelo territorial. Esta deriva, que se
expresa mediante una nueva retórica más desinhibida y frentista, le ha
dado a la celebración mayor vigor político a la vez que le ha ido
restando representatividad social. Existe el riesgo de que la Diada
nacional sea cada vez más la celebración de sólo una parte de Catalunya.
A las puertas de una intervención económica general de España y en
medio de un retroceso acelerado de los servicios prestados por nuestro
sistema de bienestar, la principal manifestación de este 11 de setembre
omitirá de lleno las lacerantes consecuencias sociales que tal
transformación está generando en buena parte de la población catalana.
Alertaba de ello el escritor Antoni Puigverd,
haciendo notar la significativa desatención que el nacionalismo
reinante en estos días presta a los sectores sociales más afectados por
esta crisis. Sugería una explicación inquietante: los afectados no son
los ‘nuestros’. Y son inocuos electoralmente.
Ciertamente, en el relato soberanista de la política catalana, los
ciudadanos originarios del resto de España y sus descendientes siempre
han generado una anomalía incómoda de tratar. Sus opiniones y sus pautas
de comportamiento político a menudo rompen la coherencia del retrato
‘nacional’ fomentado por el discurso dominante, distraen al público de
la cuestión prioritaria, lo nacional, desviando su atención hacia
problemáticas de tipo social y obligan a una contención terminológica a
veces mal disimulada en el lenguaje político de los más locuaces. Por
supuesto, este grupo es esencialmente heterogéneo. Algunos han acabado
abrazando la causa nacional con frenesí. Pero una gran mayoría no lo ha
hecho, y ahí está el problema para algunos.
Frente al compromiso de aquellas fuerzas políticas que han contribuido
durante décadas a ampliar las fronteras de la concepción nacional
catalana, favoreciendo la unidad civil y la integración en ella de todos
los ciudadanos (quizá en detrimento de su significado cultural y
político), los sectores más ortodoxos del nacionalismo catalán
simplemente han ido haciendo abstracción de la diversidad social y
cultural de la Catalunya contemporánea. Y cuando la realidad se vuelve
ineludible, los esfuerzos se orientan más bien a tratar de interpretar
en clave conspirativa la persistencia de esos otros catalanes que hablan
principalmente en castellano, se sienten españoles (a la vez que
catalanes) y no son partidarios de la independencia.
En el contexto actual, el independentismo se ha convertido en una
válvula de escape para expresar el malestar político de muchos
catalanes. Esto ha excitado el ánimo de los más conspicuos soberanistas.
Entre los más estridentes, ya se oyen voces que piden “pasar lista” en
la manifestación de este martes 11 y amenazan a los que no se apunten al independentismo de ser considerados traidores en un futuro.
Podemos pensar que estos exabruptos se desacreditan por sí mismos, pero
en la nueva retórica soberanista no lo podemos dar por descontado.
De forma más edulcorada, otros han ensayado la aplicación del concepto
de white trash (basura blanca) a realidad social catalana, para
referirse a un impreciso sector de la población catalana,
castellanohablante, de origen social modesto y mayoritariamente votantes
del PSC o abstencionistas. Que este sea un ejercicio destinado a
desprestigiar a un PSC en horas bajas por haber sido el partido que ha
recogido tradicionalmente la confianza electoral de esta población no
diluye su contenido denigrante. El acuñador en este caso, Jordi Graupera,
ha importado, sin duda, un extranjerismo innecesario. La lengua
coloquial catalana ya posee otros apelativos de uso corriente para
designar esa realidad social. Deberíamos seguir llamándoles simplemente
la “purria charnega” u otros apelativos generados por las ingeniosas
redes sociales. Así quedaría más claro de qué se está hablando y qué
prejuicios se ocultan detrás. Se responderá que no quiere decir
exactamente lo mismo y que además resulta muy despectivo. No mucho más
de lo que suena white trash en boca de un republicano americano de clase
acomodada.
Aunque “todo lo que nos
incomoda permite definirnos”, como sostenía el filósofo rumano Ciorán,
no está claro qué puede aportar toda esta deriva neocon en el contexto
político actual de Cataluña. Y menos aún qué sentido tiene dar categoría
moral a conceptos segregacionistas (y que denotan en la raíz un fuerte
componente clasista cuando no totalitario), que acaban siendo el reverso
del “lerrouxismo”. Más bien creo que sólo contribuyen a desacreditar la
legítima aspiración catalana para actualizar su autogobierno y a
erosionar los esfuerzos de generosidad y paciencia que la sociedad está
realizando para evitar una explosión de descontento con imprevisibles
consecuencias ante esta crisis aún en plena ebullición. Una crisis que
es para todos, con independencia de origen y lengua.
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